viernes, 9 de mayo de 2008

Temor y temblor. Sobre la crítica mediática de Gran Hermano y Bailando por un sueño: ¿por qué el reality se convirtió en un problema moral? (4)

Por Mariano Fernández

4) Esos pibes que no hacen nada
Algunas preguntas y otras tantas afirmaciones extraídas de los artículos analizados: ¿qué lleva a que millones de personas observen a otras personas que no hacen nada?; ¿qué seduce de un reality donde nunca pasa nada?; nada más tedioso que Gran Hermano, donde la mayoría de las cosas que pasan -¿Como en nuestra vida?- son nimias; la nada retratada por diez cámaras; un fenómeno sobre la nada.
Esta nada invocada tiene dos versiones: se refiere a la ociosidad de los participantes (y entonces podemos computarla como parte de la moralización evaluativa, esta vez derivada de una ética del trabajo: hay algo obsceno en televisar el ocio) y se refiere, también, a un problema narrativo: esos chicos no hacen nada, bien, pero además, en ese programa no pasa nada. Emerge, silencioso, el fantasma de la ficción, allí dónde la trama encadena historia y las historias se encadenan. La pregunta consecuente, es, por supuesto, si en GH no pasa nada. Mi respuesta es que sí –y en este caso, me coloco en producción-, sí, pasan cosas. Y esto es independiente del hecho (cada vez más evidente) de la intervención sistemática de la producción del programa para generar “escenas”, “situaciones”, que de otro modo no ocurrirían. Y también, es independiente de si eso que pasa es interesante, o aburrido.
En efecto, lo que pasa en GH está directamente relacionado con su economía discursiva. Sucede que GH es un complejo de instancias discursivas acopladas: aquello que se presenta como GH contiene ya una primera fase de reconocimiento. Ese desajuste, ese primer efecto de reconocimiento que aparece como siendo parte de sus propias condiciones de producción, ese acople de instancias enunciativas, es lo que está presente en –y yo diría, es lo que hace funcionar a- la economía discursiva de Gran Hermano. Desde ya, esta observación de superficie es evidente; sin embargo, es necesario desarmar ese acople para entender alguno de los efectos de reconocimiento que se han producido respecto a GH 2007.
Sigamos con lo obvio: sin galas ni debates, GH no funcionaría: sin narración, no habría historia. Y lo que se ofrece al espectador es un producto de, al menos, dos instancias narrativas: la edición y montaje de imágenes, y los debates y galas que, a partir de ese montaje, van articulando lo que de otra manera sería un cuerpo informe –ininteligible desde el punto de vista televisivo- de secuencias y tomas audiovisuales.
En algún lugar, la conciencia de que esos participantes permanecen 24 hs. encerrados persiste. Sin embargo, ese factor es, en primera instancia, secundario. Y lo es porque el acople de instancias de reconocimiento –filmación, montaje, edición, galas- implica, necesariamente, una organización del tiempo que de ningún modo coincide con el hecho –obvio- de que ellos están ahí todo el día, todos los días, encerrados, durmiendo, comiendo, o hablando.
Hay que hacer el ejercicio de proyectar el modo de funcionamiento de GH si éste sólo consistiera en un programa sin ediciones ni montaje: un canal emitiendo las 24 hs. del día a 18 jóvenes viviendo en una misma casa. Imposible, desde cualquier punto de vista: el más evidente, ¿cómo se resolvería la competencia?
Claro, dicho así el tema es trivial. Sin embargo, el ejercicio pone en evidencia que GH es un complejo dispositivo que sólo funciona por el acople de instancias de reconocimiento. Entonces, una primera precisión metodológica: lo que puede considerarse como “condiciones de producción” de las lecturas hechas en reconocimiento que nosotros tomamos por corpus (la crítica televisiva hecha en medios gráficos) es el complejo conformado por instancias acopladas, necesariamente acopladas, sin las cuáles no habría programa: en primer lugar, la filmación tiempo total de lo que pasa en la casa; en segundo lugar: el seguimiento sistemático por parte de un grupo de editores que son los que elaboran una primera narración; finalmente, los debates diarios y las galas semanales.
Como ya debe entenderse, no se trata de una observación trivial. Sin ese necesario acople no habría historia. Y GH es una competencia que sin historias no valdría la pena ser visto. ¿Y quién podría negar que en GH hay historias?
Sin embargo, hay rastros de la incomprensión de este funcionamiento en muchas de las notas que componen nuestro corpus. Se me ocurre que esa incomprensión está asociada a la suspensión de la creencia en el relato que el programa propone: ya lo ha dicho Verón (2002): si fuera ficción, sería pésimo, no tendría audiencia. Pero no lo es.
Lo que los efectos de reconocimiento dejan entrever es que cierta crítica –sobre todo aquella que ha reincidido en una mirada moral, pero también aquella que ha repetido sin cesar, y de manera más o menos neutra, que allí no pasa nada- no ha comprendido el funcionamiento narrativo de Gran Hermano. ¿Tendría que haberlo hecho? Desde ya que no. En todo caso, comprender ese funcionamiento es nuestra obligación desde el momento en que nos proponemos indagar en la crítica mediática de GH. Esa crítica que a fuerza –una terca fuerza- de reincidir en que eso es la nada han terminado por convertir una pregunta interesante (¿por qué la gente mira ese programa?, deudora de otra pregunta: ¿qué es este programa?) en una interrogación autista, en una pregunta retórica, por tanto, innecesaria: pregunta preñada por una respuesta que se sabe (se cree saber) de antemano.

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